Una de las alegrías de presidir la Misa es la perspectiva que brinda: la capacidad de ver y apreciar los muchos rostros que se han unido para ofrecer la Eucaristía, la “fuente y culmen” de nuestra vida católica.
Es muy bello presenciar a personas de todos los orígenes, carreras, talentos e intereses unidos en la alabanza y en acción de gracias, sabiendo que Dios nos ha llamado a estar juntos en la comunión de nuestra fe.
La celebración de la Misa es uno de los pocos espacios de unidad en un mundo fracturado por la división y que enfatiza nuestras diferencias. Nuestros dones únicos dados por Dios — nuestras habilidades, nuestras aptitudes, nuestras perspectivas de la vida — a menudo son distorsionados por la sociedad y utilizados para dividirnos y separarnos unos de otros.
Nuestra Iglesia, donde Dios habita entre nosotros, hace lo contrario.
Nuestros dones dados por Dios deben ser herramientas que nos unan a todos. Como proclamó recientemente el Papa Francisco en la Jornada Mundial de la Juventud, nuestra Iglesia es para “¡Todos, todos, todos!”.
Hoy en nuestra diócesis, nos esforzamos por abrazar esta visión de la comunión católica centrada en lo que creemos, cómo oramos y cómo vivimos como discípulos de Jesucristo. Nuestro llamado es a la unidad, a unirnos para utilizar nuestros dones a su máximo potencial y según la intención de Dios.
Aunque tenemos diferentes funciones, responsabilidades, dones y talentos, nuestra diversidad es una fortaleza para nuestra unidad: todos tenemos un papel que desempeñar en la misión de la Iglesia, y todos estamos llamados a respetarnos mutuamente.
Nuestra Iglesia llama a esto la “buena administración”.
Es la idea de que, al avanzar juntos, continuamos encontrando inspiración y liderazgo en nuestro clero y nuestros religiosos, y al mismo tiempo reconocemos y respetamos los carismas de todos los bautizados.
Poner esto en práctica significa fomentar una cultura de la ‘buena administración’ dentro de nuestras comunidades parroquiales y diocesanas en la que los feligreses ofrecen libremente sus dones, talentos y habilidades y, a la inversa, el liderazgo de la Iglesia reconoce y utiliza con gratitud las capacidades y la experiencia de todos los bautizados en la vida y la misión de la Iglesia.
Hemos compartido algunos ejemplos de este concepto en acción en la edición actual del periódico Catholic Missourian — personas de fe que se levantan de las bancas y utilizan sus dones espirituales y naturales para ayudarnos a administrar nuestras finanzas y promover un ambiente seguro para todos.
Este estilo de liderazgo compartido, de ‘buena administración’, debe adoptarse en toda nuestra diócesis a medida que avanzamos juntos. Esta es una expresión directa de cómo vivimos nuestras vidas como buenos administradores de los dones de Dios y cómo ayudaremos a nuestras parroquias a prosperar como santuarios de la misericordia de Dios.
A principios de este año, el Papa Francisco habló sobre el tema de la ‘buena administración’. En sus declaraciones, volvió dos veces a la frase “Un pueblo unido en la misión”. Esa es una manera maravillosamente simple de describir lo que estamos tratando de llegar a ser.
¿Y cuál es nuestra misión? Esto es lo que dice Cristo: “Vayan, pues, a las gentes de todas las naciones, y háganlas mis discípulos; bautícenlas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enséñenles a obedecer todo lo que les he mandado a ustedes. Por mi parte, yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo”.
Las órdenes de marchar de Jesús son válidas; su afirmación es cierta.
A través de la gracia sacramental, todos obtenemos exactamente lo que necesitamos para dedicar nuestras vidas a buscar la santidad y llevar a cabo nuestra parte personal en la Gran Comisión de nuestro Señor.
Cada persona, independientemente de su estado de vida, tiene la responsabilidad particular de ayudar a Dios a llevar “al cielo a todas las almas, especialmente a las más necesitadas de tu misericordia”.
El plan funciona cuando el clero, los religiosos profesos y los laicos de todas las condiciones de vida confían en Dios y ponen sus dones en sus manos. También necesitamos crecer en nuestra seguridad y confianza unos con otros.
Lo hacemos en comunión con toda la Iglesia, acogiendo los dones de los demás como fiel reflejo de la bondad de Dios, y respetando las diferentes funciones y responsabilidades que tenemos para llevar a cabo la misión de la Iglesia.
Fortalecidos por los Sacramentos, llevamos a cabo nuestras tareas asignadas con alegría y gratitud, reforzando las acciones de los demás y manteniéndonos enfocados en nuestra misión común: atraer las almas de nuestros prójimos para que tomen su lugar en la mesa Eucarística.
Como un solo cuerpo, somos más grandes que la suma de nuestras partes. Llevamos en nosotros a Cristo, que nos une y nos edifica.
Oramos, aprendemos y damos culto juntos, pidiéndole a Dios que nos dé hoy todo lo que necesitamos para ayudar a llevar a cabo su plan.
Promovemos la apertura, la responsabilidad y la confianza en donde nos encontramos, ofreciendo ayuda y sanación donde sean necesarias.
Mi oración es esta: que las generaciones futuras nos vean y nos recuerden como siervos que cooperaron plenamente unos con otros y con el Espíritu Santo.
Y al ver y al recordar, que ellos mismos crean oportuno hacer lo mismo, como pueblo unido en la misión.
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